El Taller Permanente de la Ópera de Caracas, hoy tristemente extinto, era mucho más que una academia: era el sueño latente de todo aspirante a cantante. Un lugar donde las voces se pulían y los futuros se tejían con notas altas.
Para ser parte de el, se requería algo más que ganas. Se necesitaba ganar la audición, y así lograbas tener asignado un maestro de Técnica Vocal y otro de Repertorio, y te abría además las puertas a un mundo de conocimientos: Idiomas, Historia de la Cultura, Análisis de la Ópera, Actuación, etc. Quienes no superaban la prueba solo podían ser oyentes, y probar suerte de nuevo.
El jurado, compuesto por los rostros más severos y sabios de la técnica vocal de aquel entonces, presidía ese rito. Su veredicto no solo definía un cupo, sino que podía sellar una promesa en un futuro cercano: cantar en las grandes producciones de la Ópera de Caracas.
En la segunda audición del Taller, entre la marea de nerviosismo y esperanza, apareció una joven muy especial. No pasaba desapercibida. Su nombre: INÉS SALAZAR. Esbelta, de pelo negro azabache, con una mirada muy penetrante que parecía ver a través del nerviosismo. Armando Africano, con su don natural y simpatía, se acercó a ella de inmediato. Y en pocos minutos, ya había desentrañado su historia, mientras ella, entregaba la partitura de lo que iba a ser su presentación.
Cuando llegó su turno, el tiempo se detuvo. No recuerdo qué pieza cantó, pero sí la densidad del aire que creó. Fue algo difícil, audaz, una muestra de talento que robó la atención de todo el público, forzado a un silencio sepulcral, pues aquello no era un concierto; y estaba prohibido aplaudir.
Armando y yo, cómplices, nos colábamos en la sala de deliberación del jurado con excusas triviales, buscando un indicio, un eco de aprobación. Queríamos escuchar lo que nuestros corazones ya sabían: Inés debía quedarse.
Afuera, la ansiedad era palpable. Para esos jóvenes, era el único camino hacia una carrera profesional. Yo estaba seguro de que quedaría. Había visto otros casos con menos atributos y habían quedado elegidos.
Al final de la tarde, la Directora Isabel Palacios, junto al jurado, aparecieron en el escenario. El momento de la verdad había llegado. Mi vista estaba fija en Inés, lista para celebrar su triunfo. Lentamente, los nombres fueron cayendo. Uno a uno. Y la lista terminó. Inés no fue nombrada.
El silencio que siguió fue más ruidoso que cualquier aplauso. Armando corrió hacia ella. Sus hermosos ojos ya estaban vidriosos, empañados por lágrimas de tristeza y frustración. Tratamos, con palabras vacías, de levantarle el ánimo, de hablarle de una próxima oportunidad. Ella, con una gentileza desarmante, nos dio las gracias. Salió del teatro lentamente, su andar pausado y pesado, llevando sobre sus hombros el peso de una derrota inmerecida.
Sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo era posible? Me obligué a callar, racionalizando con un doloroso: “Quizás su simpatía, su porte y su hermosa voz no fueron suficientes para ser aceptada”. Yo no sabía de canto la verdad y a lo mejor algo que no veía era la razón de este resultado.
Y aunque no lo crean, esto se repitió dos veces más. Un total de tres veces se presentó Inés ante ese jurado indiferente. Ya éramos amigos, una hermandad forjada en la espera y la desazón. El resultado, aunque doloroso, empezó a teñirse de un humor amargo: no aceptada, pero oyente; una opción que su orgullo afortunadamente jamás le permitió tomar.
Pero el destino, a veces, tiene una manera grandiosa de corregir los errores humanos.
Un día, llegaron a Caracas los maestros Osvaldo Alemanno, tenor italiano, y Helena Lazarska soprano polaca, quienes estaban impartiendo clases de técnica vocal en varias ciudades del mundo. En esas Clases Magistrales, Inés se presentó una vez más. Se dictaban en coproducción con la Ópera de Caracas. Esta vez, no hubo titubeos. Ambos profesores quedaron fascinados al instante por su extraordinaria voz, su temperamento, su fuerza dramática. Vieron en Inés no una aspirante, sino el potencial puro para convertirse en una estrella destinada a brillar en el firmamento de la ópera mundial. Y así paso…
Al terminar las clases, Inés Salazar partió. Se fue de Venezuela, guiada por las manos de esos ángeles que vinieron a alumbrar el camino que el Taller no quiso ver. La estadía en Europa fue difícil, la lucha económica, brutal. Pero Inés lo logró. Poco a poco, con una voluntad inquebrantable, se convirtió en una cantante de primera categoría, llegando a compartir escenario con gigantes como Plácido Domingo y Luciano Pavarotti, dirigida por maestros como Franco Zeffirelli.
Su carrera se alzó maravillosa. Me enteraba de sus triunfos a la distancia, viendo a la joven rechazada convertirse en una figura de fama internacional. Y por fin, el momento cumbre: fue contratada por el Teatro Teresa Carreño para una temporada de ópera, como la estrella internacional que era, cobrando el caché que solo las leyendas merecen.
Estoy seguro de que, en la plenitud de su gloria, Inés no guardó rencor a quienes le cerraron la puerta. Pero la ironía era palpable: TODAS aquellas que la rechazaron, ahora intentaban adjudicarse su mérito. Era patético, todas decían que era su alumna y mi mirada inquisidora a algunas de ellas las hizo callar.
Afortunadamente, nunca la aceptaron en el Taller. Su talento fue forjado en otras latitudes, lejos del juicio ciego de su tierra. Y así se cumplió, una vez más, el amargo refrán: “Nadie es profeta en su tierra.”
Y así pasó...


